Por Claudio Asaad
Hoy los vi, otra vez, brillando
menos desde el fondo del vaso de barro. Son cinco, de plata y los tuve puestos
hasta el 19 de marzo. Esa noche me saqué los anillos para amasar pizzas. Era el
cumpleaños de mi amigo Iván. El encuentro con amigxs estaba previsto para el
viernes a la noche. Pero la restricción
de estar juntxs y el silencio ocuparon la casa. Nos sentamxs Iván y yo solxs a cenar
diciendo de a ratos un par de palabras, a brindar con más cariño que algarabía.
La cena duro una hora. El miedo, al revés que en la canción de Marilina Ross
entró por la ventana, las pantallas, el ojo ciego de la cerradura. Mi casa
estuvo desde ese día sola conmigo. La luz del otoño por bella y delicada,
empezó a trepar más tarde cada vez, sobre el borde sombrío de los objetos hasta
volver casi invisible el rostro calmo del libro de Memorias de Patti Smith: “El
tiempo antaño se movía en círculos concéntricos”
Los anillos son cinco. Se fueron
sumando de a uno, con el paso de los años. Son ofrendas, entregas ligadas al
cuerpo, casi para siempre. El amor no se termina ni muere, un día se va. O se
parte al medio por una caída causada por el cansancio. Un punto de clivaje en
la desmesura de la vida. Tengo las manos desnudas, agotadas de tanta agua y
espuma.
El ahogo es uno de los síntomas
posibles si el virus viajó, en plan pirata, de la mano pasando por la boca
hasta los pulmones para fundar ahí una colonia. Para colonizar, antes hay que
atacar, como en el arrebato que sufre Lol en la novela de Duras, el cuerpo se
disuelve, en la enfermedad, antes de poder sostenerse a sí mismo.
Madrid está desierta como acá, lo
sé porque la radio está encendida y Pablo Alborán canta a la ausencia en plena
pandemia: “sabré que hay cura cuando estés aquí”.
A escasa distancia el mate que supongo ya tibio,
no encuentra la mano que lo alcance, espero un gesto propio. Trato de recordar
cómo encontrarme. Un arrebato en la secuencia del tiempo, su quiebre, una caja
sin memoria del contenido que tuvo antes de evaporarse me deja otra vez
arrinconado, por eso me muevo a favor de la luz de la tarde en busca del fresno
que se ve desde el balcón de la terraza. Mi casa, vieja tiene terraza y en la
terraza un balcón. El fresno cambio los últimos verdes al amarillo intenso, el
ocre a un madurado marrón, ¿o es la luz que baja rojiza y melancólica desde el
oeste y hasta acá coloreando desde la mitad la copa de los árboles?
Cada anillo encontró su lugar, a
su tiempo. Son cinco como si fueran tres, dos encimados en una mano, otros dos
en la otra. En otro dedo el más ancho. O ya no sé, cuando algo cambia por algún
tiempo mayor a una semana, se empieza a desdibujar. El tiempo no es una
secuencia, no se cuenta, se ha plegado sobre si y abunda, a veces y otras veces
mancha la noche con el día.
Me duermo. Sueño que leo un guion
de un trasmedia, pero me distrae una música muy conocida, la voz de Fairuz,
una grabación en vivo en el templo de Jupiter, en Baalbek. El disco no
deja de sonar en una casa que no conozco. Igual me levanto de la silla decidido
a buscar a mi papá para pedirle que baje el volumen. No lo encuentro, llego
hasta la puerta, abro y estoy en la vereda de mi casa. Pero, no sé qué hago
ahí, me despierto con un brazo adormecido, la culpa de haber salido sin barbijo
y con el eco de una música que despierto, ya no puedo recordar.
¿Para qué narrar? Para recordar y
olvidar a la vez, capaz. Busco artículos, leo filósofos y libres pensadores,
analistas de la realidad, educadores, Mariana Enríquez y Paul Preciado otra vez.
¿Por qué siento que hay algo que
hacer y no hago?, ¿Cuál es la falta que llena el tiempo blanco, empaña los
aromas de la cocina, obliga a repetir, “estoy bien, no puedo quejarme”,
“comparado con...” “ya pasará”, hay una frase para cada cuerpo, para lo propio
desapropiado?
Busco entre los libros, encuentro un poema de
Circe Maia: “Así vi arder la hora frente a mí. Ardía sin quemarse,
quemándome”.
Algo haré esta noche con esa
espinaca que se quema de frío en la heladera.